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Mr. Brightside


Ninguna luz iluminaba ya las calles aquella noche de otoño cuando me negué a asumir que era hora de volver a casa. Había disfrutado de una cena entre amigos —de esos que se jactan de tener un “concepto” en lugar de un menú y amenizan la velada con un DJ insoportable—. En cualquier caso, la cena había sido divertida y, al menos, había colmado mis apetencias más snoob.

Lo lógico habría sido irse a casa, pero algunos teníamos lo que se conoce “sed biológica”, una sensación de euforia que nos invitaba a alargar la velada y descubrir qué planes tenía la noche para nosotros. En el fondo sabíamos que era una mala idea, pero hay batallas que uno decide perder desde el principio.

Por suerte, en el centro de Madrid siempre hay lugar para los desamparados. Mis amigos más animados se motivaban con arengas afanadas propias de una final de la Champions y solo los más responsables se fueron después de cenar. “Roma no paga a traidores” pensé mientras les daba un abrazo de despedida.

Deambulamos por el centro, con las manos en los bolsillos del abrigo, hasta una coctelería abarrotada donde trabajaba un buen amigo nuestro. Había recibido varios premios recientemente y ahora estaba abarrotada de un público variopinto.

Durante el camino, la razón comenzaba a volver a mí, y cada taxi con su luz verde parecía una oportunidad de rescate. Pero justo antes de entrar, dos chicas me interceptaron en la puerta pidiendo fuego. No está la cosa tan mal como para magnificar un hecho así, pero aquella noche me pareció una buena excusa para socializar.

Eran simpáticas, recién llegadas de Bruselas y con mucho que contar sobre sus trabajos en el Parlamento Europeo. Estuve a punto de irme porque me moría de sueño –sobre todo porque había perdido de vista a mis amigos y mis nuevas amigas no paraban de hablar de sus respectivos novios belgas– pero me propusieron quedarme a tomar una copa con ellas y con otra amiga suya, que seguía dentro del local. “Lo has conseguido” me dije. “Luego te irás a casa de una vez y mañana tendrás tu maldita anécdota; la cual adornarás debidamente para que a tus amigos no se les vuelva a ocurrir dejarte tirado”.

Me pedí un Tom Collins y comencé a charlar con las tres chicas sobre absolutas banalidades. Pero entonces apareció su amiga. Entró en escena mientras sonaba Mr. Brightside de The Killers con los ojos más azules que había visto en mí, hasta entonces miserable, existencia. En ese momento, comprendí que las malas decisiones no siempre son tan malas.

Estuve dos horas hablando con ella durante lo que parecieron dos días. Hablamos de Madrid, de filosofía, de viajes... Ella dominaba la conversación con mucho sentido del humor y yo resistía al fondo de la pista devolviendo bolas como podía para mantenerme en el partido.

Sorprendentemente, creo que le caí bien. En un momento dado, me contó que a primera hora de la mañana tendría que coger un tren a Málaga, y que después volvería a Bruselas porque trabajaba en el Parlamento Europeo. Cuando llegó el momento de despedirnos, me dio un beso y un abrazo que me dejaron con el corazón en un puño. “Me encantaría volver a verte” me dijo.

Con mi mejor cara del agente secreto, que claramente no soy, le dije “¿mañana mismo sitio misma hora?”. Ella se echó a reír “vale, vale” y se marchó.

Salí tras ella, viendo cómo se alejaba mientras una sonrisa un poco tonta se me colaba en la cara.

Empecé a caminar hacia mi casa. De pronto, parado en un paso de cebra, sentí un puñetazo brutal en el estómago “¡Ha dicho que se va en unas horas! ¿Cómo vas a volver a verla, imbécil? ¿no se te ha ocurrido pedirle el número de teléfono? ¿utilizas Instagram para subir una foto de los asquerosos dumplings que has cenado y no para mantener el contacto con la mujer de tu vida?”.

No tenía ningún dato que me permitiese volver a ver a esa chica. Tendría más éxito buscando el contacto de los novios belgas de sus amigas. Pensé en volar a Bélgica en unas semanas y recorrer las calles de Bruselas o intentar entrar en el Parlamento Europeo. Busqué la fecha de las próximas elecciones para ver si me daba tiempo a medrar en un partido que quisiese incluirme en las listas.

Intenté irme a dormir sintiéndome la persona más desgraciada del mundo. Pero a las 7 de la mañana, en un arranque de lucidez, me acordé del tren a Málaga. Con un coraje renovado, salté de la cama y, tras casi abrirme la cabeza en la ducha, salí corriendo de casa como un loco.

Cogí el primer taxi que encontré y en cuanto me subí al coche grité:

- ¡A la estación!

- ¿A qué estación?

- No lo sé, para ir a Málaga, ¿a dónde tengo que ir?

- A Andalucía.

- No joder, que de qué estación salen los trenes a Málaga.

Mientras el taxímetro corría, busqué en mi teléfono desesperadamente hasta que confirmé que todos los trenes que iban a Málaga salían desde Atocha.

Ya había amanecido cuando llegamos a la Castellana, cortada por una carrera popular cuyo lema era “Ponle Freno” (ya podían haberlo dicho antes). Existe una ley inexorable en Madrid: si un domingo por la mañana tienes prisa, alguien habrá programado una carrera, desfile, paseo o cualquier otra historia que bloquee el tráfico. Llegué a Atocha pasadas las ocho de la mañana, “demasiado tarde, seguro” pensé para mis adentros.

En cualquier caso, me pedí un café y me apoyé en una columna con vistas a la puerta de salidas. Salían un par de trenes hacia Málaga en las próximas horas. Según pasaron los minutos, y gracias al efecto del café, pensé “¿Qué estás haciendo? Probablemente ya se haya ido. Y si aparece, ¿qué le vas a decir? Esto no es una película, no funciona así”

Tras un largo debate interno, me rendí. Salí de la estación, cogí otro taxi y me fui a casa. Me gusta pensar que, en ese preciso instante, como si fuese una película, ella estaba entrando en la estación.

A media mañana empezaron a llegar mensajes de mis amigos: “¿Qué tal acabaste? ¿todo bien?”. Decidí carpetazo al asunto, ni siquiera quería hablar de ello: “–nada , vi que os habíais ido y me fui a casa”. Ni siquiera quería hablar de ello.

A la noche siguiente, otro amigo me propuso tomar algo y, casi sin darme cuenta, terminamos en la misma coctelería. Lo pasamos bien. Me pedí un Tom Collins, aunque no me supo tan bien como el de la noche anterior.

De vuelta a casa pensé en lo absurdo de todo. Me había dejado llevar por la ilusión de un encuentro casual, una de esas conexiones que parecen únicas en el momento, pero que se desvanecen rápidamente. Aunque me dolía admitirlo, eso estaba bien. A veces, lo mejor de una historia no es que se realice, sino que quede suspendida en el tiempo, incompleta y perfecta. Estaba manejando esa idea cuando Mr. Brightside sonó en mis auriculares. “Cosas de Dios o de la inteligencia artificial" pensé.

(Este cuento fue publicado en el número 3 de la revista literaria el Movi Miento en diciembre de 2024)

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