“Son las cosas que no necesitas
las que hacen que cada día merezca la pena”.
Hace un par de años me encontré
este eslogan en un anuncio de Starbucks. Eran las 9:00 am, lluvia, traje y
corbata para afrontar una intensa jornada laboral fuera de Madrid… podía no
necesitar muchas cosas, pero la cafeína no era algo de lo que pudiese
prescindir esa mañana.
Así que, a falta de mejores
referencias, ahí estaba yo, haciendo cola en un Starbucks como quien invierte
en un bono del tesoro, no iba a hacerme rico, pero no estaba dispuesto a asumir
grandes riesgos.
Lamentablemente no era el único
inversor prudente de la mañana. La cola de personas buscando lo que
supuestamente “no necesitábamos” parecía eterna. Se me estaba haciendo
tarde así que decidí armarme de valor, encomendarme a los vientos y buscar la
primera alternativa que la Providencia pusiese ante mí.
A la vuelta de la esquina
apareció ante mis ojos: el “Bar Paco Merte”. A día de hoy me sigue
atormentando la duda de si ese nombre se debía a un ingenio literario desaprovechado
o a una mezcla caprichosa de apellidos y padres despiadados.
La estética del interior del
lugar acompasaba perfectamente con el desgastado cartel en el que se anunciaba el
nombre del local y con la banda sonora de la máquina tragaperras. Todo apuntaba
a que me esperaba una oda al hedonismo gastronómico.
Me pedí un café con leche, sin
pretensiones. El camarero fue amabilísimo e incluso tuvo el extremo detalle de abrir
un nuevo brick de leche; por si el que tenían abierto detrás de la barra
se había visto afectado durante la Guerra Civil.
Mi suculento café salió a
borbotones de una de esas máquinas viejas que hacen un ruido parecido al de un
jabalí en celo. El camarero me dijo: “No hay nada como un café en una
máquina como esta” –mientras me servía en una taza lo que había expulsado
una máquina como esa–.
Después de todo ese ritual
barista, ahí estábamos mi café con leche y yo. No había vuelta atrás así que
procedí para que –como todas las cosas malas– terminase cuanto antes.
Tras el primer sorbo, me quedé
pensando unos segundos y alcancé rápidamente tres conclusiones: (i) era uno de
los peores cafés que había probado en mi vida; (ii) me recordaba mucho al
primer café que empecé a beber en serio, el de la Facultad de Derecho en la que
estudié; y (iii) de algún modo extraño, estaba disfrutando bebiéndolo.
No puedo decir que me estuviese
gustando como tal. Hoy en día persigo las mejores cafeterías de las que escucho
hablar, me gasto fortunas en Flat White cada año y desde luego soy exigente
en ese bien de primera necesidad (recuerdos para los publicistas de Starbucks).
En realidad, no estaba
disfrutando de ese café, sino de la sensación que me evocaba. Desde luego no
estaba comiéndome la magdalena de Proust (no olvidemos que estaba ante el café
del Bar Paco Merte) pero de algún modo me recordó a la época en la que
empecé a beber café; a los años en los que ese café astringente y sin aroma de
la Universidad era mi favorito, porque no conocía muchos más.
En aquella época, ese café
representaba que ya era mayor; que estaba capacitado para poder con todo;
¿cuántas conversaciones he tenido con uno de esos cafés en la mano? ¿cuántas
noticias, notas de exámenes o planes para el fin de semana pude recibir
bebiendo de aquel café?
La primera vez que pedí un café
solo en la barra de la cafetería de la Facultad sentí un cosquilleo por
sentirme mayor, adulto y responsable (cuando esas eran aspiraciones deseables).
Tenía la certeza de que aquello me capacitaba de forma casi inmediata para
enfrentarme a exámenes imposibles, noches en vela y coger al toro de la vida
por los cuernos.
Ese café no era nada especial,
pero me regalaba la ilusión de estar dando un salto hacia lo desconocido,
adoptando un nuevo ritual de persona “adulta”. Por eso, aunque su sabor dejara
mucho que desear, aquel café se convirtió en la banda sonora de mis primeras
responsabilidades, de mi despertar al mundo de los mayores.
Desde luego, la vida mejora
nuestras exigencias, pero dejamos un pedazo de corazón en las cosas mediocres
que, en su día, nos hicieron sentir extremadamente bien.
Con los años, uno descubre que
ese café mediocre siempre está disponible: en la máquina del pasillo de la
oficina, en el bar de carretera o en la cafetería de barrio que jamás será trendy
o fancy. Pero ¿cuántas cosas nos
pasan con uno de esos cafés en la mano? En otra época quizá habríamos sido
todos consumidores de opio en un fumadero clandestino. Hoy, en cambio, nos
juntamos delante de nuestras cafeteras exprés incluso para quejarnos de que el
café no es lo bastante bueno. Un café de poca o ninguna calidad al que acudimos
rutinariamente porque así evitamos hacer lo que tenemos que hacer. El “¿vienes
a jugar?” que nos decíamos de pequeños se ha convertido en un “¿vienes a
por un café?” como antídoto para la productividad un martes por la mañana.
¿Cuántas noticias, rumores o
confesiones escuchamos con un café aguado con aroma a achicoria en un vaso de
plástico? He llegado a pensar que las máquinas de café podrían guardar más
secretos que los diarios de sus usuarios.
Estaba dándole vueltas a esa idea
cuando una música triunfal de la máquina tragaperras me despistó. Se me hacía
cada vez más tarde así que apuré mi café de un trago, pagué la cuenta y dejé
atrás, para siempre, la barra del Bar Paco Merte.
Lo que no he dejado atrás es ese
café cotidiano y de batalla que en tantos momentos me ha acompañado. Siempre
estará allí dispuesto para ambientar una conversación o para distraernos en las
mañanas lluviosas en las que necesitamos ocupar el tiempo con vicios tolerados
en entornos profesionales. Quizá ni siquiera yo entienda del todo por qué
vuelvo a ese sabor tan poco agraciado, pero hay algo en la nostalgia que no se
arregla ni con el mejor barista.
Qué queréis que os diga, me sigue
gustando probar cafés de orígenes exóticos y con notas afrutadas; me encanta
cuando me hablan de granos recolectados en noches de luna llena a 1.800 metros
de altitud y procuro tener siempre una buena cafetera en mi casa.
Pero, de vez en cuando, el cuerpo me pide pedir un café en la tasca más charca del mundo. Si algún amigo tiene la desgracia de acompañarme en esa aventura y me mira con odio me limito a encogerme de hombros y a decirle: “Café para muy cafeteros”.

Comentarios
Publicar un comentario